A mis 49 años, aún no lograba comprender la importancia de una frase o una palabra dicha en un tono y con un gesto, en este caso por mi padre, cuando tenía 5 años y que marcó mi vida por completo… Ese día yo me creé una historia de rechazo, que me llevó a convertirme en una mujer complaciente, pero que gracias a observarme, cuestionarme logré entender toda la motivación detrás de este comportamiento. Acompáñame a revisar un poco, el infierno que fue, mi búsqueda incansable de mi valor a través de las opiniones de mi entorno, en donde el rechazo o la crítica se siente como dardos.
Me di cuenta que era complaciente
Siempre pienso que todo comenzó cuando me di cuenta que mi vida giraba en torno a la complacencia, pero la realidad es que no, todo comenzó cuando tenía 5 años, y recibí de mi padre un “quítate!” y un golpe de su brazo, sobre mi pecho, cuando lo interpuso entre él y mi cuerpo, que venía en caída libre, luego de lanzarme desde el mueble de la sala hacia él.
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Desde ese episodio, mis acciones, palabras e incluso pensamientos estaban moldeados por la necesidad de satisfacer las expectativas de mi entorno, porque me inventé una historia en mi cabeza (¡varias de hecho!), una historia en la que si yo hacía “pequeños” sacrificios sería merecedora de cariño, amor, afecto, reconocimiento.
Lo triste es que muchas veces nunca recibí nada de eso, pero mis sacrificios siempre se hacían cada vez más grandes, así que me sentía frustrada, cansada y mi manera de desahogarme era culpar al mundo entero de mis desgracias, vivía enojada, para que lo entiendas: “¡no me aguantaba ni yo misma!”.
Lo que pasa es que no necesitaba que me dijeran lo que se esperaba de mí, de manera automática yo misma identificaba instintivamente las necesidades a mi alrededor y las asumía como propias.
El rechazo o la crítica se siente como dardos.
Complacer a mi entorno se convirtió en mi forma de vida, pero no me daba cuenta de cuándo lo hacía, de con quién lo hacía, y lo más importante por qué lo hacía.
Tuve que trabajar mucho en mí, para poder entender mi impulso de complacer era, por el deseo de ser valiosa para los demás. Así que la crítica y el rechazo se volvieron amenazas, ya que interpretaba cualquier evaluación negativa como una falla personal.
Ser imperfecta se volvió sinónimo de no ser amada ni reconocida.
Recuerdo claramente cómo cualquier crítica, ya fuera tan dura como «eres una persona irresponsable» o tan sutil como «yo lo hago mejor que tú», hacía que mi mundo se encogiera, sintiéndome como si cada vez me hiciera más pequeña.
Había dos momentos, los minutos antes de recibir un comentario y los minutos después de recibirlo. Y es que yo me anticipaba a recibirlos, desde ya pensaba lo peor, así que sentía miedo, angustia, mi corazón latía muy rápido… “la voy a cagar… voy a fallar… no voy a poder”, pero nada le ganaba a recibir la crítica o el rechazo, mi cabeza no dejaba de culparme, regañarme, menospreciarme, rechazarme.
Y esa sensación podía durar horas, días, meses o toda la vida.
Buscaba ser perfecta
Buscaba ser perfecta porque no quería los comentarios… porque la crítica se siente como dardos en el pecho. Mis años de estudiante son uno de los mejores ejemplos, siempre me esforzaba por ser la mejor. Desde los primeros grados hasta mi última maestría, la excelencia académica se convirtió en mi vía para obtener aprobación y amor.
Y luego de los estudios, fueron los trabajos… allí también tenía que ser la mejor, a costa de dejar de ser YO.
Cuando recibí un correo de la universidad, en el cual me indicaban que había sido la mejor graduada en la MAESTRÍA DE COACHING DIRECTIVO Y LIDERAZGO, ya estaba en medio de mi proceso de introspección, y me extrañó que esta vez se sintiera diferente. Así que aproveché para investigar mi historia.
Entendí que mi valor era la sumatoria de todos los buenos comentarios que la gente decía de mí, o de lo que pensaba. La voz en mi cabeza me GRITABA cuando me equivocaba, me decía «¿ves? no sirves para nada», o «no eres buena, lista, alta, delgada, inteligente, guapa…» imaginen la palabra que quieran… eso mismito me decía yo
Me había convertido en una persona que toda su vida buscó los aplausos y la valoración en otros, pensaba que, sin ese reconocimiento yo dejaba de ser valiosa. Mi deporte favorito era compararme con todos, yo vivía en modo COMPETENCIA siempre.
Mi valor dependía de mis logros, mis aciertos, mis reconocimientos, primero fueron los premios escolares o universitarios y luego fueron los halagos de los compañeros y jefes, promociones y ascensos.
Aceptar la realidad
Esa maestría, sin saberlo, me había estado preparando para esto, me había estado pelando como una cebollita, sacándome las capas de víctima y autocompasión.
Y es que ser perfecta, siempre, en todo y con todos, era agotador. Recuerdo todo lo que me exigía, todo lo que me esforzaba, y ni siquiera lo hacía para mí, yo no era la beneficiaria de mi logro, sino la persona que en ese momento le había conferido el poder de calificarme. Cuando eso pasaba, yo empezaba a tener valor.
Cuando esa persona cambiaba de parecer, o entraban personas nuevas a mi vida, tenía que volver a empezar el ciclo otra vez. ¿Y saben qué significaba eso? que todo lo que había alcanzado hasta ese momento no había servido para nada. Yo tenía que ser la mejor empezando desde cero.
Cuando llegué hasta aquí, tuve que aceptar que había sido capaz de mucho con tal de complacer. Tuve que reconocer que todo lo que me ha pasado, fui yo la que lo permití, pero también supe, que todos los días tenemos la oportunidad de decir «chan chan, se acabó el tango» (frase de la película «El hijo de la novia»).
Acepté que complacer no era una muestra de amor hacia los demás, sino una negación de amor hacia mí misma. Mi constante hábito de complacer a los demás sin cuidar mi propia felicidad y autenticidad me había llevado a un callejón sin salida.
Dar el primer paso
Sin embargo, reconocer este patrón de comportamiento fue solo el primer paso para liberarme, y encontré en investigar mis historias un super poder, uno que me llevara a enfrentarme a mis miedos, inseguridades y patrones de pensamiento destructivos.
El cambio comenzó con pequeños actos de amor propio, como aprender a apreciar mis logros, abrazar mis imperfecciones y reconocer mi valía independientemente de las opiniones externas, se convirtió en una parte fundamental de mi viaje hacia la autoaceptación.
En este proceso de recuperación, descubrí que la verdadera belleza reside en la autenticidad, dejar de compararme con los demás liberó una energía creativa que nunca antes había experimentado. Comencé a verme con nuevos ojos, entendiendo y cambiando el significado de lo veo.
¿Y la crítica se siente como dardos, ahora?
Mientras comparto mis historias, no desde un pedestal de perfección, sino desde la vulnerabilidad de mi propia humanidad, espero que aquellos que se identifican con mi viaje encuentren inspiración para abrazar la belleza que yace en su esencia.
¿Y cómo se siente la crítica ahora? Entendí que cuando una persona consigue herirte con sus palabras o sus acciones, solo debes darle las gracias. ¿Por qué? La crítica se siente como dardos, duelen porque lo único que hace es mostrarte lo que aún tienes que sanar, te muestran tu herida.
Para dejar de sentirla como dardos, debes investigar por qué sientes lo que sientes, por qué te afecta, a quién quieres impresionar con lo que estás haciendo, qué quieres conseguir con lo que estás haciendo, e incluso con quién te estás comparando.
Aunque no lo creas, hoy busco ansiosamente comentarios que me hagan ruido, que me molesten, porque sé que son la ventana abierta, la oportunidad para sanar cualquier herida.
Mi propio proceso ha sido desafiante pero liberador, porque entendí que la verdadera valía no se encuentra en la perfección externa, sino en la capacidad de amarnos a nosotros mismos con todas nuestras imperfecciones. Encontrar la paz en la autenticidad es un regalo que cada uno merece darse a sí mismo. He logrado abrazar mi verdadera esencia con gratitud, reconociendo que la aceptarme tal cual como soy, es el fundamento de una vida plena y significativa.
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